La cultura de la era victoriana sintió una atracción desmesurada por lo exótico, ya fuera por remoto geográficamente, por pretérito o simplemente diferente a sus valores tradicionales. Charlotte Brontë en Jane Eyre (1848) incluye a la criolla jamaicana Bertha Mason como un objeto erótico y Joseph Conrad escribió Heart of Darkness (1899), protagonizado por el tratante Charles Marlow rodeado por los horrores que se estaban dando en la colonia del Congo Belga. No solamente se miraba a América y África, el orientalismo también tuvo un papel clave. El “japonismo” fue una de las modas más activas en la cultura decimonónica británica con la ópera cómica de Gilbert & Sullivan The Mikado (1885) con vestuario fabricado por Liberty & Co. o los diseños de objetos domésticos y decoraciones de Christopher Dresser. Lo egipcio y árabe impactó enormemente al pintor John Frederick Lewis y Owen Jones llegó a levantar réplicas de salas de la Alhambra en 1854 en el londinense Crystal Palace.
Álbum de caricaturas “Life in Philadelphia” con dibujos de William Summers editado por G.S. Tregear en Londres, 1833.
El Imperio Británico gastó recursos, tiempo y esfuerzos en “civilizar” a una serie de grupos humanos que ellos entendían como carentes de cultura y valores. El conocido poema de Rudyard Kipling “The White Man’s Burden” (1899) manifiesta bien la “misión civilizadora” británica aprovechando la coyuntura de la Guerra Filipino-Estadounidense. El autor de The Jungle Book (1894) presenta la colonización de los filipinos por los estadounidense como una obligación moral que pone fin al infantilismo y salvajismo del conquistado. No olvidemos que aunque en muchas ocasiones los artistas admirasen los productos culturales del “otro” y no se acercasen a ellos voluntariosamente con una óptica supremacista, vivían en un contexto plagado de discursos racistas completamente normalizados. Por mucho que algunos creadores victorianos fueran esteticistas y siguieran el lema “el arte por el arte”, esto no les excluye de tener una discursiva ideológica en sus obras. Que la única teleología del arte sea el propio placer del arte tiene también una serie de implicaciones sociopolíticas.
Si bien el objetivo de la cultura victoriana era imponer sus modelos al colonizado, en muchas ocasiones se produjo una hibridación en doble dirección que empezó a sumar nuevos elementos a la música y las artes en pleno Romanticismo. Las influencias afrodescendientes fueron clave para entender la escena musical victoriana. Más allá de las ficciones actuales que incluyen personajes negros en posiciones nobles en plena época de Regencia (1811-1820) -como la novela convertida en serie de televisión Bridgerton-, hubo individuos afrodescendientes que dejaron una huella importante en la música británica.
El inicio de un nuevo tiempo
En julio de 1833 el Parlamento Británico sancionó la Ley de Abolición de la Esclavitud promovida por William Wilberforce, ampliando las acciones legislativas que habían comenzado en 1807 para restringir el tráfico de personas. En el mes de agosto el rey William IV dio su consentimiento a la norma. Pero, este abolicionismo tenía letra pequeña porque no se aplicaba a los territorios que gestionaba la Compañía de las Indias Orientales. Uno de los activistas que más ayudó a la abolición de la esclavitud fue Ira Aldridge, un actor negro neoyorquino que desembarcó en Inglaterra en 1824 y dejó al público impresionado con su interpretación del Othello shakespeariano -que normalmente era representado por actores blancos disfrazados de “moro”-.
El actor estadounidense Ira Aldridge vestido como Otelo pintado por el irlandés William Mulready, ca. 1850. Walters Art Museum, Baltimore, EE.UU.
Tras la muerte de William IV, su sobrina Victoria accedió al trono del Reino Unido en 1837, inaugurándose así uno de los períodos más prósperos de la cultura anglosajona. Hasta la muerte en 1901 de la mujer cuyo imperio ocupaba medio mundo, se desarrolló una “cultura victoriana” que dejó marca a nivel global. Victoria era una apasionada por la música, ferviente seguidora de Felix Mendelssohn, asidua a la ópera, avezada pianista y con aptitudes para el canto. Una de las reinas más musicales de su tiempo junto a la española Isabel II.
¿Qué mejor forma de celebrar su ascenso al trono que con un despliegue musical extraordinario? Entre los músicos que asistieron al evento se incluían Thomas Attwood y Johann Strauss I, pero destacó un grupo de músicos afroamericanos que viajó en barco desde los Estados Unidos hasta Londres. A la cabeza de todos ellos iba el prolífico compositor Francis Johnson (1792-1844), quien dejaba en Filadelfia una alta reputación dentro del ámbito de la música marcial. En mayo de 1838 regresarían a su ciudad de origen, previa escala en Nueva York, cargados de nuevas ideas para sorprender al público estadounidense.
La banda de Johnson fueron los primeros afroestadounidenses en sonar en Europa, tomando del mundo victoriano la tradición del desfile musical que luego estaría latente en las músicas sureñas y el jazz. Johnson llevó al Grand Saloon de Filadelfia el primer concierto en forma de promenade el 4 de julio de 1838. Uno de los elementos más destacables de este tipo de conciertos era que el ensemble de músicos coreografiaban una serie de pasos simples que les hacía estar en continuo movimiento. Esta práctica musical se denominó a partir del verbo francés “se promener” (caminar) y procedía realmente de la escuela francesa ligada al compositor Philippe Musard (1792-1859).
Se activaba así un camino musical de ida y vuelta, una relación mutua entre los afrodescendientes de ambos lados del Atlántico angloparlante. Desde entonces compositores y repertorios europeos empezarían a fusionarse con músicas afroamericanas. Esta dinámica de hibridación que empieza a ocurrir en la esfera británica-estadounidense en estos momentos, llevaba ya un par de centurias ocurriendo en la cultura iberoamericana transatlántica.
Tras los pasos de los Fisk Jubilee Singers
Al terminar la Guerra Civil de los EE.UU. (1861-1865) se creó la Fisk University en Nashville, Tennessee, con el apoyo de la American Missionary Association. Esta universidad para negros era una muestra de que la emancipación de esclavos en el Sur empezaba su largo y complicado recorrido para conquistar de facto los mismos derechos que la población blanca.
En 1871 algunos alumnos crearon los Fisk Jubilee Singers. Se denominaron “cantantes de júbilo” haciendo referencia a la idea bíblica de la liberación de esclavos en los años jubileos (Levítico 25:54). Nueve voces y un piano fueron congregados por el profesor George L. White con el fin de recaudar dinero para financiar la universidad haciendo una gira cantando espirituales negros y canciones de trabajo principalmente. Las buenas críticas en Brooklyn y Boston hicieron que pudieran viajar a Inglaterra en abril de 1873. Llegaron a Liverpool y su primera actuación fue un evento privado organizado por Lord Shaftesbury en el club londinense Willis’ Rooms.
Anthony Ashley-Cooper, VII Conde de Shaftesbury fue uno de sus mecenas principales y les llevó a Inglaterra porque había escuchado hablar de lo emotivo de sus espirituales -algo muy habitual en la escucha exotista, relacionar la música negra solamente con lo emotivo, lo rítmico, lo pasional… pensando que sus contenidos son “flojos” conceptual e intelectualmente-, obteniendo luego el apoyo de la familia Gladstone. Lord Shaftesbury no solamente tenía solamente como intención ofrecer un nuevo entretenimiento o acercarse a nuevas músicas, sino que había un fin evangelizador teniendo en cuenta su relevante papel en los avivamientos que en ese momento había en la Iglesia Anglicana.
Al día siguiente del evento en Willis’ Rooms, los Fisk Jubilee cantaron para la reina Victoria y el primer ministro William Gladstone. En la prensa se habló positivamente de la actuación y se lanzaron algunos comentarios raciales, especialmente sobre las mujeres de la agrupación: Minnie Tate se dice que podría ser del sur de Francia, sobre Lewis y Gordon se dice que podrían pasar por inglesas con una pizca de “sangre extranjera” y se quedan sorprendidos de que la única que corresponde a su idea plena de negritud basándose en una piel muy oscura es Jennie Jackson.
Entre las canciones que pudieron escucharse en aquella gira estaban espirituales negros como “Go Down Moses” y “Steal Away To Jesus”, piezas litúrgicas como “The Lord’s Prayer” e interpretaciones puntuales de “God Save The Queen” y la reivindicativa “John Brown’s Body”. En esta última canción se hace referencia al abolicionista John Brown, asumido como un mártir por los soldados unionistas por haber sido ahorcado en Virginia en 1859. Los Fisk Jubilee muestran en su repertorio la unión habitual que había entre abolicionismo y cristianismo -no pasemos por alto que también gran parte de las retóricas esclavistas buscaban una sustentación en el pensamiento cristiano-.
Fotografía de los Fisk Jubilee Singers encargada por la reina Victoria durante la visita del grupo en 1876 a Londres.
Además de las 30.000£ que recaudaron durante los tres meses en Londres, la reina quedó tan conmocionada que encargó un retrato de los cantantes de tamaño colosal al pintor Edmund Havel para que lo colocaran en el campus universitario del que habían partido. Su hazaña quedó reflejada en el libro The Singing Campaign for Ten Thousand Pound or The Jubilee Singers in Great Britain (Hodder & Stoughton, 1874) escrito por el reverendo Gustavus D. Pike. Leyendo este texto nos queda claro que una de las fuerzas más vigorosas del grupo era su líder, la cantante y maestra Ella Sheppard.
Cuando los Fisk Jubilee Singers decidieron regresar a casa tras un intenso periplo y en 1882 se disuelve la formación inicial, uno de sus miembros prefirió quedarse en Europa: Thomas Rutling (1854-1915). Tras pasar por diversos lugares, en 1901 se asentó en Manchester y comenzó a impartir clases de canto. Su decisión para quedarse en Europa se fundamentaba en que sentía un mayor respeto a los músicos negros que en los Estados Unidos, tal y como él explicó en sus memorias “Tom” An Autobiography with Revised Negro Melodies (Byles & Sons, 1909). En 1910 llegó a cantar en solitario en el Crystal Palace de Londres. El poco éxito de estos recitales y sus problemas de salud le llevaron a cancelar las actuaciones y dedicarse plenamente a la enseñanza del negro espiritual.
Thomas Rutling, 1911.
Rutling era consciente de que los espirituales se estaban empezando a adecuar a los gustos europeos, corriendo el riesgo de que su carga histórica y significaciones reivindicativas se diluyesen o incluso que pasasen a ser ridiculizados por las músicas de entretenimiento en los music halls -donde estaba en pleno auge el blackface-. Tras su muerte en Harrogate en 1915, sus pupilos británicos siguieron transmitiendo su conocimiento sobre los espirituales.
Otro de los miembros de los Fisk Jubilee Singers que siguió llevando los espirituales negros por el Imperio Británico fue Frederick J. Loudin, el cual terminó por organizar su propio grupo, los Loudin Jubilee Singers. Llegaron a cantar en el Taj Mahal en 1890. A Loudin le sobrevino un infarto estando en Escocia en 1902 que le obligó a retirarse a su Ohio natal donde moriría dos años después.
El africanismo en la ópera
El compositor inglés Frederick Delius (1862-1934) empezó a trabajar en 1895 en una ópera que cambió la visión europea de la negritud sobre un escenario: Koanga. Delius estaba influido por las formas compositivas y escénicas de Wagner y Verdi. Tras visitar Bayreuth y apreciar el wagnerianismo de primera mano marcó una dirección en pro de unificar música y texto como un todo complementario. Creía que si conjugaba correctamente lo sonoro, visual y literario lograría no solamente nuevos niveles expresivos, sino que su música lograría una carga espiritual sin precedentes. De Verdi tomó el uso de una historia con un efectivo dramatismo. Delius eligió el libro que en 1880 había publicado George Washington Cable, Grandissimes: A Story of Creole Life, donde se narraba la vida en una plantación en Luisiana. De todo el texto se centró en una de las historias más dramáticas de Cable, la del esclavo Mioko-Koanga, plagada de amores prohibidos, abusos, asesinatos, huidas y giros inesperados en la trama -heredera de Uncle’s Tom Cabin (1852) de Harriet Beecher Stowe e incluso de Sab (1841) de Gertrudis Gómez de Avellaneda-. El escritor inglés Charles Keary ayudó a Delius a transformar el texto original en un libreto operístico, introduciendo la historia como un flashback narrado por un griot, es decir, un inviduo en las sociedades del África Occidental que preserva conocimientos mediante la tradición oral usando historias, canciones, danzas y rituales -probablemente el témino proceda del francés “guiriot”, transliteración del portugués “criado”, haciendo referencia a los esclavos nacidos en las plantaciones-.
Delius logró estrenar Koanga en 1904 en Elberfeld, Alemania, con el texto traducido al alemán. Hubo que esperar hasta un año después de la muerte del compositor, 1935, para que la ópera se estrenase en inglés, aunque con un libreto diferente al original. Pese a que el público propiamente victoriano quedó privado de ver esta ópera, en ella se reflejan algunos de sus conceptos sobre la negritud. Se da una interesante mezcla entre la realidad sónica que Delius pudo escuchar en sus viajes a Florida en la década de 1880s y la construcción imaginaria que hizo Keary a partir del estudio de la literatura. Pese a su tratamiento exótico de la negritud, tanto corporal como en lo sonoro, fue un avance extraordinario en la conciliación entre la tradición operística europea y las músicas afrodescendientes.
Pero, si hablamos de músicas escénicas en el mundo victoriano tenemos que tener en cuenta a la pareja formada por el libretista William S. Gilbert y el músico Arthur Sullivan. Con sus espectáculos en el Savoy Theatre lograron eclipsar comercialmente gran parte de la producción operística británica del momento. Una de sus obras más famosas es The Mikado (1885), donde se hace una crítica a las complicaciones burocráticas y cortesanas victorianas a través de una historia situada en el Japón imperial. Esta ópera cómica contiene una serie de referencias racistas que algunos intentan justificar en su formato cómico. Y pese a ser una obra de ambientación orientalista, también hay algunos clichés sobre la negritud. Aprovechan la crítica machista a las mujeres que se maquillan mucho para meterse también con los negros pidiendo que las castiguen a las mujeres que se pintándose como los “ministriles etíopes” -intérpretes blancos que se disfrazaban de negros para sus espectáculos-. En el libreto inicial se usaba la palabra “nigger”, con una alta carga peyorativa, hasta que en 1947 parte del público en EE.UU. se sintió ofendido durante una de las giras de la D’Oyly Carte Company y se modificó.
El éxito de The Mikado fue tal que en 1938 una versión afroestadounidense: The Swing Chicago. Todos sus intérpretes en el estreno en Chicago eran negros, cambiándose la temática japonesa por una localización caribeña. Además, se rehicieron cinco de los números con arreglos swing y los diálogos se adaptaron al slang negro. Al año siguiente Mike Todd hizo otra versión bajo el título The Hot Mikado (1939) que contaba con el mítico bailarín Bill “Bojangles” Robinson como protagonista.
Un libro referencial para entender la representación operística de la negritud es Blackness in Opera (University of Illinois Press, 2012) editado por Naomi André, Karen M. Bryan y Eric Saylor. Aunque la publicación está muy dedicada a la ópera estadounidense, cuenta con un capítulo dedicado a Delius de gran interés.
Blackface y ministriles
Volviendo a la primera visita de los Fisk Jubilee Singers a Inglaterra, tenemos noticias de una situación llamativa: mientras interpretaban canciones serias, de profundidad espiritual e incluso reivindicativas, el público se reía a carcajadas. El Daily Mail de Birmingham publicó el viernes 10 de abril de 1874 una reseña sobre una de sus actuaciones en la que dice que cantaban “melodías primitivas” que se caracterizaban por los alegres estribillos “nigger” que recordaban a los Christy Minstrels. En la mente de parte del público inglés el simple hecho de ver a un afrodescendiente sobre un escenario, independientemente de lo que cantase, era una situación cómica. El escritor Mark Twain había escrito a sus amigos ingleses para avisarles de la visita de los Fisk y les comentaba que con su actuación les harían ver lo mal que había sido representada la música negra estadounidense por los ministriles.
Los espectáculos de ministriles se caracterizaban por el uso de blackface -actores con las caras pintadas de negro-. Eric Lott en Love and Theft: Blackface Minstrelsy and the American Working Class (Oxford University Press, 1993) hizo un análisis profundo de las razones y funciones de esta práctica. Principalmente eran hombres blancos que representaban sobre la escena estereotipos de la negritud como la pereza, la glotonería, la ignorancia, la hipersexualidad, etc. Era también habitual que los hombres blancos personificaran mujeres negras, sumándose a la visión racista un sesgo machista importante. Lott apunta que esto tiene mucho que ver con asumir el poder del “otro” en la ficción cuando en la realidad se negaba y denigraba ese poder. Era un potente mecanismo de gestación de estereotipos raciales y sexuales a la par que trasgredía las normas sociales. El público se sentía atraído viendo sobre las tablas representaciones grotescas de lo que no era asumido en la realidad.
Realmente este tipo de representaciones de la negritud sobre los escenarios no eran completamente nuevos en la época romántica. Desde el siglo XV inglés encontramos las “danzas morris” -probablemente de “moorish”- donde se caricaturiza a afrodescendientes. En el segundo tercio del siglo XIX se reclamaba este tipo de espectáculos más debido al impacto que tuvo el “padre de los ministriles” Thomas “Daddy” Rice. Era un hombre blanco de Manhattan que se hizo famoso por su encarnación del personaje “Jim Crow”. Llegó a Londres en 1836 y popularizó la canción “Coal Black Rose” donde se narra la riña de dos hombres negros por una mujer. El cantante británico William Bateman tomó luego esta canción como un clásico en su repertorio.
Thomas “Daddy” Rice bailando como Jim Crow, ca. 1850.
A mediados del siglo XIX pasaron por los teatros británicos múltiples representantes de estos espectáculos: Joe Cave, Dan Emmet, Ned Harper, Joel Sweeney… Violines, banjos, panderetas e incluso instrumentos hechos de hueso ayudaban a estos actores y cantantes a construir su “sonido negro”. Los Christy Minstrels con los que comparaba la prensa a los Fisk Jubilee Singers estuvieron en Inglaterra en un momento de auge del blackface. Edwin Pearce Christy organizó la compañía en Búfalo, Nueva York, en 1843 y catorce años después triunfaban en el St. James’s Theatre de Londres.
Incluso hubo una familia británica, los Buckley, que organizaron grupos como Buckley’s Serenaders y The Congo Melodists con los que triunfaron en Reino Unido, Estados Unidos y México. Lograron gran fama con la canción “I’d Choose To Be A Daisy”. Se sumó también a estas pantomimas el londinense Edmund W. Mackney con su éxito "The Whole Hog or None". Para profundizar en los ministriles en la cultura británica es muy recomendable el libro de Michael Pickering Blackface Minstrelsy in Britain (Routledge, 2017).
Cartel publicitario de los Buckley’s New Orleans Serenaders, 1853.
Si bien las músicas asociadas a los ministriles gozaron de una amplia recepción en los teatros y music halls victorianos, también hubo músicos negros que pudieron crear su propia música. En la segunda parte de este recorrido por la música afrodescendiente en la época victoriana me centraré en compositores académicos afro-británicos como Samuel Coleridge-Taylor y George Bridgetower.